Era de noche y hacía un calor pegajoso. Don Javier Labrador, hincha del fútbol, pero sobre todo del Cúcuta Deportivo, iba caminando por una calle a pocas cuadras del estadio General Santander. Era finales de los años ochenta. Con sus mocasines negros, el cucuteño avanzaba sin prisa hacia su casa luego de una jornada laboral sin sorpresas.

De repente, mientras avanzaba en medio de la oscuridad, vio algo que se movía lentamente. Era una moto, una FZ50, de esas que parecen un zancudo con motor. Pero no iba sola, era llevada del manubrio por un torso blanco sin manos ni cabeza. Labrador se acercó para entender lo que veía. Y ahí estaba él, un jugador del Cúcuta, negrito, menudo, desgualetado, de sonrisa amplia y dientes blancos. La noche se confundía con el color de su piel. Javier se acercó más y más hasta que tuvo claridad de lo que presenciaba.

“¿Qué pasa Faustino?”, le preguntó, asombrado por la situación, pues nunca había visto a un jugador profesional arrastrar una moto en medio de la noche.

“Me quedé sin gasolina”, le contestó Asprilla, conocido en esa época de su vida por los hinchas del Cúcuta y algunos periodistas.

El negro seguía llevando la motico, y a su lado caminaba Javier, quien de inmediato se metió la mano al bolsillo y sacó doscientos pesos en un billete y varias monedas.

“Échale gasolina Faustino”, le dijo el hincha motilón al estirarle la mano con el dinero. Y el ‘Tino’, agradecido, cansado por el entrenamiento del que venía, no vaciló en recibir la ayuda. Le faltaba mucho para llegar a su casa.

Caminaron varias cuadras juntos y en la primera estación de gasolina se despidieron con un estrechón de manos. Se volverían a ver, claro, porque Javier Labrador se convirtió en un emblema del Cúcuta, disfrazado de indio motilón, acompañaba al equipo y desde la tribuna, la pista atlética y la televisión, vio cómo Faustino empezó a convertirse en figura de talla mundial, en un multimillonario. Un multimillonario que alguna vez desvaró. [Más Copa América]