Érase una vez una familia común y corriente: la mamá, el papá y tres hermanitos. Ellos vivían muy felices en un hermoso pero pequeñísimo apartamento en algún barrio de Medellín. El papá era médico de animales, la mamá era gerente de una fábrica y los hermanitos estudiaban en el colegio. Camila la mayor estaba a punto de graduarse, Federico el del medio cursaba noveno grado y Emilio el más joven aún estaba en primaria.

Cada fin de semana la familia Jaramillo Vélez salía de paseo a Copacabana, población conocida por sus ventas callejeras de hámsters a dos mil pesos. Emilio sabía este dato, y estaba muy ilusionado con la idea de unas nuevas mascotas, pues por esa fecha se cumplía un año de la muerte de Pecas, el perro de la familia, y además se acercaba su cumpleaños y ya tenía en mente qué le iba a pedir a su papá.

“Quiero unos hámsters papi, de esos de dos mil, quiero uno para mi, uno para Fede y uno para Cami”, dijo el niño, y de inmediato la madre les recordó que siempre que conseguían un nuevo animalito ella terminaba limpiándolo, dándole de comer, sacándolo de paseo y hasta durmiendo con él. Les advirtió que esta vez sería diferente, y que el cuidado de los nuevos inquilinos sería únicamente responsabilidad de los tres hermanos.
Aceptando la condición de la madre, se dispusieron a comprar los animales, uno para cada hermano. Consiguieron también la jaula y el concentrado, que no era para hámster sino para conejo, y habiendo adquirido todo lo necesario partieron de nuevo a su hogar.

Un mes después de la compra, el hámster de Camila desapareció misteriosamente y toda la familia la acusó de haberlo asesinado para no tener que limpiarlo. Ella se defendió y comprobó su inocencia, pero las acusaciones imputadas eran demasiado deshonrosas para ser olvidadas… La joven salió de viaje, cabe anotar que no por motivo del incidente, y en su ausencia la familia decidió que no se hablaría más del tema y que los hámsters irían a pasar vacaciones a la casa de la tía Leonor, pues allá había muchos animales: gatos, perros, caballos y otro grupo de hámsters, y seguramente las mascotas de Emilio la pasarían muy bien.

Cuando llegaron donde la tía, unieron las jaulas de los dos grupos de “ratoncitos” y en ese mismo instante empezó una lucha a muerte entre dos de ellos. El saldo del enfrentamiento fue un hámster abatido y otro con una herida en el ojo. Después de la riña, el panorama de la jaula dio un giro de 180 grados: ya no era la guerra la protagonista sino el amor… De esta unión nacieron unas seis nuevas criaturas, que fueron presuntamente comidas por su madre. “Una conducta normal en las primerizas”, dijo el veterinario. Luego de unas semanas otra camada vio la luz, pero sólo una cría sobrevivió. La tía Leonor, al ver que su casa se convertía en un criadero de ratones, decidió pedirle a Emilio que se llevara a su hámster y con él a su descendencia.

Preocupados, los Jaramillo Vélez recibieron nuevamente los animales, y pensaron todo el camino de vuelta a casa qué iba a suceder cuando Sócrates, el nuevo gato de Camila, conociera a los ratones. El encuentro fue pacífico, pero aún así el instinto cazador del felino hizo que intentara agarrar a los ratones metiendo sus garras entre las rendijas de la jaula sin alcanzar su objetivo. Después de unas semanas de convivencia, el gato y los ratones ya vivían juntos sin mayores complicaciones, mientras que los hermanos seguían peleándose como perros y gatos por el cuidado de los animales.

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Medellín, febrero 18 de 2010. Valeria Mira.