Por Blimunda Pedrero.

Muy tieso y orondo, el candidato conservador de ese año a la presidencia llegó a la sala de redacción con la intención de darnos a todos la mano, y a todas, un beso. Como si fuera la máxima expresión de cortesía, el director del periódico nos pidió ponernos de pie para recibir el saludo. A los periodistas se sumaron los del área de sistemas, las niñas de publicidad, y un par de técnicos de la rotativa. La fila para el saludo era larga y yo esperaba cerca al final. Una comezón me empezó a aturdir: me picaba la teta izquierda. Intenté distraerme mirando las caras sonrientes, las canas del candidato, lo ridículo de todo aquello. Hice un par de amagos con mi mano derecha para rascarme pero me detuvo el recato, la vergüenza inculcada. La picazón era desesperante, contemplé la posibilidad de huir hacia los baños, pero las escalas estaban llenas de gente. Al fin llegó mi saludo. El político me devolvió mi mano y yo me sentí libre, sin pensar, de llevarla inmediatamente a mi pecho, a mi costado izquierdo, a procurarme un sencillo alivio. Así, aliviada, constaté luego que mientras el candidato continuaba su saludo, ya casi a punto de terminar, dos de mis compañeros me condenaban con sus ojos.

Pero es que ignorar una picazón es, además de muy difícil, un atentado contra nuestra naturaleza, nuestro cuerpo y nuestro bienestar. Una rasquiña no puede esperar, es una urgencia que desconcentra. Si me pica la nariz, la cabeza, el codo, la entrepierna, me quiero rascar ya. Rascarse procura la calma y el placer de sentirnos atendidos. Por eso, nada como disponer de uno o varios dedos de la mano para llevarlos bien dirigidos al punto exacto donde nos pica. A veces basta con rozar la superficie de la piel con las yemas de los dedos para lograr alguna calma. Otras, es necesario refregar con las uñas. En ocasiones esto no es suficiente e incluso hay que arañarse un poco o ayudarse con la otra mano. Todo ello en la búsqueda de reponernos de esa sensación que nos corroe –por dentro, por encima- y nos angustia, y que necesitamos desesperadamente apaciguar para poder continuar con nuestras vidas.

Al contrario de ese gusto tan básico, nos han dicho desde niños que rascarse es un acto condenable, socialmente inaceptable, muestra de desaseo y mal gusto. Qué va. Es más bien un indicador del afán por sentirnos menos animales. Si aceptáramos que lo somos de una vez por todas, uno de los grandes beneficios sería la posibilidad de ir rascándonos por ahí, en los ascensores, oficinas, centros comerciales. Dejándonos llevar por el instinto animal y haciendo a un lado la idea de que el que se rasca tiene carranchil, no se bañó o tiene piojos, ladillas o caspa. Puede que sí (en cuyo caso dejarlo rascarse en público sin señalarlo es un acto de solidaridad), pero también puede ser que no. Eso no debería importarnos: si le pica, rásquese. Rasquémonos todos, y los unos a los otros, tal como lo hacen nuestros parientes más cercanos, los chimpancés, que se rascan a sí mismos y en sociedad, los sobacos, los cojones, la cola, la cabeza.

Rascarse ante la vista de los demás no debería ser un delito social. Bien puede hacerse en la intimidad de un cuarto, claro está, pero si la picazón ataca frente a otros, el acto del rascado debería ser la primera opción. Herramientas para ello deberían poder exhibirse sobre el escritorio y, tanto mejor, la posibilidad de rascar a otros debería asumirse como una norma básica de convivencia, como dar la hora, encender un cigarrillo o indicar una dirección.

Volvámoslo costumbre aceptada: rascarse en público cuando amerite. (Ya usted tendrá en cuenta las condiciones de higiene en que tendrá sus manos para acometer la tarea o en las que exigirá las tenga el buen samaritano que le colabore). Procurémonos el acto terapéutico, saludable y placentero de rascarnos. Postergarlo puede ser perjudicial para la salud.