Por: Blimunda Pedrero

Así como el mesero debe juntar los brazos atrás mientras recita el menú del día; así como el cajero de un banco debe decir buenos días y dar la bienvenida a cada cliente que arrima; así como el empleado de un centro de llamadas no osaría despedirse sin antes decir: “Para nosotros es un placer atenderle…”; así, digo, debería existir un protocolo para meter el mezclador en el café sólo cuando el usuario haya respondido a la pregunta: “¿Azúcar normal, morena o endulzante?”.

No antes.

Bebedores empedernidos, poco o nada dulces, que gustan de lo que llamamos aquí tinto, café puro y negro, y que prefieren no agregarle nada, asistimos con impotencia a la rutina con que los dependientes de cafés sirven la bebida e inmediatamente incrustan el dichoso mezclador en el recipiente.

¿Cuántos mezcladores de esos se podrían ahorrar si la secuencia fuera otra: servir el café, preguntar qué quiere agregar el comensal y actuar en consecuencia?

Es triste ver un mezclador, palito o pitillo, dispuesto en un café oscuro, recostado en un borde del vaso desechable, esperando a ser utilizado para lo que está hecho —ayudar a disolver y revolver—, cuando uno sabe que lo va a sacar para botarlo o que va a dejarlo allí, quieto, estorboso, inútil, los largos minutos que tarde en tomarse la bebida.

Sólo una misión se le ha encomendado en la vida a este mezclador. No se la trunquemos, dejemos que la cumpla, por el respeto que merece una pieza que ha demostrado tener carácter, que no se doblega ante el calor y que se enfrenta con decisión a un azúcar a veces rebelde y resistente. Démosle pues el gusto de salir del empaque a cumplir su tarea e ir a parar a la basura sólo cuando lo haya hecho.

Un nuevo protocolo, que no es más que el simple intercambio de dos pasos en la rutina de quienes despachan el café, evitaría condenar esta herramienta a la inmovilidad y el desprecio, y reivindicaría su naturaleza al ser utilizado únicamente en los casos en los que en realidad se requiera.