Por Blimunda Pedrero.

Si no fuera por las tías uno hubiera crecido pensando que era lindo, a pesar de lo flaco, orejón o paliducho que fuera. Porque para una mamá uno fue y será hermoso, pero siempre habrá una tía que se encargará de hacerte saber que no. Así seas una belleza públicamente reconocida, ella encontrará el detalle que aminore tu divinidad.

Las tías tienen esa combinación entre madre y enemiga que nos ayuda a formar el carácter y ver la realidad como es, porque ellas llaman las cosas por su nombre. Recuerdo que cuando yo tenía doce años y usaba bluyines talla 14, mi mamá decía que yo era “troza”, y sus hermanas la corregían: “Troza no. ¡Gorda!”. Y lo decían con firmeza y claridad, con rabia y sin cariño, una verdad innegable que no había cómo refutar.

El valor de una tía radica en que tiene todos los derechos de una madre: lo puede regañar y corregir a uno, pellizcarlo, criticarlo e indagar en su vida privada. Sumado a eso no tiene por qué medirse en sus palabras, averiguaciones y divulgaciones. Una tía puede preguntar, repreguntar y hacer sus propias deducciones si uno se queda callado.

Su papel consiste en observarnos y señalarnos, ganarse nuestra confianza como si fuésemos cómplices, cuando lo que quieren es hacerse, con sus mañas, a un poco de control sobre nuestras vidas. Definitivamente, unas mamás enemigas: nos quieren y nos odian.

Pero, ¿por qué nos tienen rencor las tías? Creo que hay dos razones. Una, las tías son con sus sobrinos como quisieran ser con sus hijos, somos su objeto de desahogo, donde pueden poner la contracara de su espíritu materno, es decir, somos su equilibrio. Y la otra, es que como les gusta y necesitan comparar sus propios hijos con los de sus hermanas y hermanos, se ven en la obligación de auscultarnos hasta encontrar y poder resaltar nuestros defectos y carencias, con especial énfasis en nuestra feúra física.

¿Qué sería entonces de nosotros sin ellas? Engañados, sobrevalorados, tal vez conformistas y hasta confiados. Porque, a pesar de ellas y por culpa de ellas, también se aprende la mesura, a andar con cuidado y no entregar información descuidadamente a la familia, pues su pericia para comunicarse entre ellas es de una efectividad envidiable, sólo hoy alcanzada por las redes sociales de internet. Lo que se dice ya a una tía, se riega como fuego desde abuelos hasta bisnietos.

Así pues que, gracias tías, que me criticaron por gorda y ahora me critican por flaca, que me descalificaron los novios y ahora sospechan porque no tengo uno, que me visitaron cuando estuve enferma y luego le contaron a todos que yo como que tenía mucha plata porque ya tenía televisor de plasma, que siempre dijeron que Leidy era más bonita que yo y Ángela más inteligente. Les debo mi fortaleza, mi capacidad de reírme de mi misma y no creerme la última gaseosa del desierto.

Por eso, me compadezco de aquellos que no tienen la dicha de tener tías, o al menos una. Aunque lo más probable es que si no las tienen de sangre cuentan con la mejor amiga de la mamá, la señora del servicio o una vecina de toda la vida que hace las veces de una buena y entregada tía.