Se sentó en la barra y pidió un aguardiente. El encargado salió de su modorra, le miró la mugre de la cara y percibió el aire viciado que traía. No le sirvió el licor en copa de vidrio como a todo el mundo sino en un pequeño vaso desechable, como a los miserables cuando van de paso, llevan billetes sucios y necesitan un trago urgente. El mediodía apenas comenzaba a derramarse sobre un lento principio de tarde, y en la Carrera 48, Pasaje La Bastilla, el domingo se arrullaba tibio, adormilado sobre un sillón de copas de aguardiente, apenas cobijado por el sonido de los dados y el zumbido de parlantes de distintas tradiciones musicales, todas ellas enviciadas al arte de amamantar ebrios. El hombre vació su copa y preguntó cuánto debía. Puso $2000 sobre el mostrador, pidió otro trago. $600 de devuelta. “Yo tengo plata”, dijo, con voz de haber gastado mucha en el néctar que a esa hora reclamaba. Y volvió a pagar.

Al tercer aguardiente ya le estaban sirviendo en vidrio transparente, y exigió que le pusieran tangos. El hombre tras la barra le pidió entonces a la única mesera del lugar que llamara al vecino de al lado. Ni él ni ella tenían la menor idea de cómo acariciar un  computador para hacer que dejara de embadurnar el ambiente con tristezas guascas y comenzara a pintarlo con dolor de bandoneón, y por eso dependían de la amabilidad del bar contiguo para obrar la magia. Minutos más tarde, el hombre, ya dueño de la barra, comenzaba a repetir al pie de la letra cada tango que brotaba, como quien sueña con su repertorio de nanas de la infancia. Reconoció a otro ser mugroso que pasaba por la calle y lo detuvo. Lo invitó a un trago. Repitió la operación con otro hombre. Pagó cada centavo. Los dejó seguir por su camino. Y llamó a la mesera. “Tómese un aguardiente conmigo”, le ordenó.

La mujer, en su primer día de trabajo después de nueve meses de embarazo y otros siete de lactancia, se sentó a su lado como se lo habían enseñado años de oficio. “Por colaborar con el bar”. Porque si el cliente toma y además invita, la plata que entra es doble. El tipo no le contó nada, sólo le cantó. Cada palabra que salió de los parlantes. “Esa mujer debe tener el estómago bien duro. Ese señor huele a todo menos a bueno”, comentó el hombre tras la barra, que anotaba en un papel el precio de una, dos, tres nuevas rondas.

¿Cuánto le debo?, preguntó después de un rato. $7800, escuchó, pero no quiso aceptarlo. ¿Me va a robar o qué? Son 6 aguardientes, a $1300, da $7800 señor. A mí no me roba, yo sólo debo $5000, y golpeó la barra. Me debe $7800, señor. Tiró al piso un puñado de monedas. Le arrojó una al hombre tras la barra y luego otra, que logró esquivar también. “Vaya niña llame a un policía”. Y ella sobre un par de tacones estrechos que no se calzaba hacía 16 meses, caminó hasta la esquina y regresó con un hombre alto, de piel negra, camisa verde pistacho, pantalón verde oliva, gorrita, bolillo y revólver. Dos zapatos de charol muy bien lustrados. El derecho con el cordón desamarrado. “Es que hace un rato me dio un calambre y me tocó dejarlo así”. Qué le pasa señor, le preguntó al hombre que redujo su ímpetu en el acto. Venga, vamos, le dijo. ¿Pa’ su casa o qué? Yo a mi casa no voy a llevar ningún borracho, respondió, labios enormes, mirada de niño, un cordón desamarrado. El otro entregó un billete de $20.000 por encima de la barra, recibió $12.200. Y salió a la calle, se volvió sobre su eje, gritó algo que sólo él entendió, y gesticulando, como quien intenta librarse de un mar de telarañas, se fue hablando con el viento, con el ruido, exhalando de tanto en tanto  las palabras dos mil pesos, respéteme y mi plata.

Este Cuento sin ficción fue publicado originalmente en el periódico Universo Centro, con el título «Vaya niña llame un policía».