Una mañana de domingo, el olor proveniente de la panadería de la esquina cautivó a Melina, quien decidió comenzar su día de descanso con la suavidad del pan recién horneado. Caminó unos cuarenta pasos en el barrio La Soledad, de Bogotá, hipnotizada por el delicioso aroma. Luciendo unas sandalias plásticas y un pantalón de sudadera, Melina cruzó la entrada de las cinco casas de la cuadra, con sus fachadas antiguas y sus amplios antejardines. Compró cinco croissants frescos para compartir con su familia, los llevó a casa y los dejó en la mesa del comedor para proceder a tomar un baño. Pero mientras la mujer disfrutaba de un prologando baño dominguero, los dos perros de la casa: Tita y Nicolás, fraguaron un plan para aprovecharse del banquete abandonado.

Los canes, que han acompañado a la familia por más de seis años después de haber sido rescatados de la crudeza de la vida en la calle, ya tenían antecedentes en sus travesuras, pues de cuando en vez, los adorables cachorros recuerdan su vida salvaje y hacen desastres en la basura o se llevan completo un jugoso trozo de carne que reposa en el mueble de la nevera.

Pero ese día, Melina olvidó esos episodios y dejó los panes a merced de los perros. Como si se hubieran puesto de acuerdo en un plan, Tita ladró en la puerta, capturando la atención de don Antonio, padre de Melina y quien se encontraba ya despierto, mientras que Nicolás llevó su hocico con velocidad hasta el centro de la mesa y agarró la bolsa entera de pan. Al salir de la ducha, Melina sólo encontró la evidencia del crimen: el vacío sobre la mesa, y no tuvo más remedio que describir a sus parientes el tibio y agradable aroma que se desprendía del cartucho. (Informó Marcela Arango Bernal)