Por Blimunda Pedrero.

Cuando bebés la babeamos y vomitamos sin pudor. Luego crecemos y hay quienes la siguen llenando de babas después de la siesta, mientras otros practican con ella los primeros besos a escondidas. Después, y para toda la vida, la abrazamos, la tiramos, la moldeamos, la apretamos, la hacemos, en fin, la más servil de nuestras amigas.

La almohada soporta con estoicismo que intentemos amoldarla a nuestro cuerpo, noche tras noche, incluso a veces con algunos golpes; que la arrojemos al piso cuando no logramos darle la forma que queremos o cuando estorba; que le pongamos la axila y le pasemos los brazos por encima, por debajo.

Si el perro es el mejor amigo del hombre, la almohada es la mejor amiga. Sea de algodón, de plumas, de fibra; grande, pequeña, gorda o flaca, ella está ahí para que hagamos con ella lo que deseemos sin pedir nada a cambio.

A ella nos abrazamos cuando un dolor físico nos asiste, cuando no hay hombro para llorar, cuando imaginamos un compañero ausente en nuestra cama. Porque ella, que fue diseñada como utensilio para reclinar la cabeza, no se dedica con exclusividad a este servicio. Su objeto va más allá de ayudarnos a conciliar el sueño, cosa que ya es bastante meritoria, sino que es indispensable para el desarrollo de otras actividades como las de servir de soporte en la espalda a la hora de ver televisión sentados en la cama, para jugar guerra de almohadas y para taparnos los oídos, con ella apretada sobre la cabeza, cuando no queremos escuchar lo que se grita o baila en casa o donde los vecinos.

¿Que si las paredes hablaran? Nada de eso, si las almohadas hablaran entonces sí habría de qué preocuparse. Porque como si toda esa intimidad corporal fuera poca, ellas conocen cuanto pensamiento nos asalta por las noches.