Esta es la historia de una guacamaya que se llama Tavo, y que bajo sus plumas esconde el espíritu de una vieja jubilada de la fábrica de paños Vicuña. Es una guacamaya verde,  con plumas azules en la frente, rojas y azul profundo en la base de la cola, y algunos tonos de amarillo aquí y allá. A veces silba, canta o llora, y de repente se le erizan las plumas de todo el cuerpo, adopta una voz ronca y dice cosas como “cacorro”, “marica” o “carajo”.

No es una guacamaya poseída, amarga o resentida. Cuando hay niños cerca se pone eufórica, ríe y da conciertos de silbido que pueden durar hasta una hora. Y siempre, de ahí, de su plumaje brillante y bien peinado, asoma el espíritu curtido de doña Lucía, una ancianita jubilada de la fábrica de paños Vicuña.

Era ella una mujer entrada en años que durante otros tantos había alimentado, en el patio de su casa de Belén La Gloria, una guacamaya Amazonia de cola corta. La quería y la mimaba, y le enseñó a decir “¡quihubo pues!”, “quiere comidita”,  “lorito, lorito, lorito rial, visto de verde y soy liberal!” y otras expresiones menos inocentes que Tavo suele degustar con voz gutural y a veces enlazando largas retahílas.

Un día Lucía se murió. Y sus parientes le entregaron el animal a unos ancianos vecinos que se habían encariñado con él y que luego se mudaron y no se lo llevaron y nadie que yo conozca sabe por qué. Hasta que aterrizó sin pedir permiso en la casa de Marta Guarín, una mujer de treinta y pico de años, que preocupada, jura ella, preguntó entre los vecinos si alguien sabía de una guacamaya extraviada y hasta logró que el cura de la parroquia anunciara en plena misa que una “lorita” buscaba su hogar.

Pero fue inútil. Nadie supo del paradero de los vecinos. Y la idea de abrirle espacio permanente en su propio hogar no le parecía práctica, pues no había espacio suficiente para un plumífero de su calaña. Hasta que su jefe, un comerciante de abarrotes que tenía su local en una casa inmensa, con un patio amplio y decorado por un gran árbol de mangos en el centro, le ofreció recibir al animal.

Y en ese mismo árbol lleva ya más de ocho años. Ahí se aficionó tanto a los mangos, que no recibe otra fruta. Si le dan una papaya o un trozo de banano, simplemente se retira. O se atraganta de semillas de girasol, que Javier le regala a manos llenas. Un amo generoso, que cada mañana le da su porción de galletas Ducales con queso crema, y que Tavo recibe con un sonoro “¡a comer pues!”.

A veces, Javier está al frente del mostrador de su tienda de abarrotes, y de pronto siente en el tendón de Aquiles, justo encima del talón, el garfio torturante de un pico de guacamaya cerrado con fuerza.

Porque Tavo, como fue bautizado al llegar a su nueva casa, puede moverse a su antojo por la tienda o por el cielo: aún puede volar. Y visita otros paisajes, se posa en techos de vecinos, y vuelve a su jaula. Que permanece abierta junto a su árbol de mangos.

Y porque algo le recriminará Tavo a Javier. Y entonces lo muerde. O simplemente se rasca las plumas y entona canciones. O deja que se le ericen las plumas de todo el cuerpo, que se le dilate la pupila, y con la voz ronca y gutural de esa vieja traviesa y lenguaraz que le entregó su espíritu y a la que tal vez aún extraña, grita “cacorro, marica, carajo”. O dejar caer un poco de caca debajo de la cola.

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Medellín, diciembre 19 de 2009. Juan Miguel.