En un paradero de buses hace su aparición este palomo. Nos queda difícil saber si es macho o hembra. Pero es todo gris, con unas cuantas plumas negras en la cola y otras blancas renegridas en el lomo. Camina solitario, en dos patas cortas y peladas, picoteando a media tarde por los andenes de la avenida Oriental con La Playa, en el centro de la ciudad.

Tiene algo de espigado y mucho de atrevido, y parece sentirse a gusto entre los pies de decenas de transeúntes. Sólo se desvía un poco de su camino si algún niño lo persigue. Como Ánderson, que vende galletas y disfruta haciendo volar palomas, o como Sebastián Rúa, que se rezaga de su tía sólo para corretearlo y hacerle pasar un susto.

El palomo come migas de galleta y restos de cosas sin nombre escondidos entre los empalmes y las grietas de los adoquines. Y sigue su camino, siempre de frente, hacia delante, con ese movimiento repetitivo de levantar el cuello unos treinta grados y volver a aterrizar con su pico contra el suelo, contra el alimento, contra nada también a veces.

Ahora sube a saltitos, uno, dos, tres escalones del edificio Vicente Uribe Rendón, pero la cercanía de un perro vigilante y su jefe lo hacen desistir del avance. Media vuelta y otra vez en el andén, a salvo entre peatones presurosos.

Con paciencia, se abre paso hasta el frente de una pizzería y se da un banquete de harinitas, pequeños restos que no alcanzaron a convertirse en masa y que escaparon por las hendijas de las cajas mientras iban de la vitrina a la moto del mensajero.

El ave debió llenar el buche, porque alzó el vuelo después de un minuto y desapareció entre los árboles. Mientras tanto, otras palomas, junto al puesto de frutas y salpicón de Raúl Otero, se daban un banquete líquido de sandía y papaya regadas en el suelo. Por ellas vendrá luego este palomo, si es que algo de sobremesa le ha faltado.

Medellín, diciembre 11, GloriaE