Había una vez un paquete de bombas de colores que reposaba en la estantería de un almacén de cadena hasta que las compró don Leonardo Camargo, un comerciante que quería decorar la fiesta de bienvenida de su hija Carolina, que iba volver de un pueblo llamado Cartago. La celebración se gozó en una casa de fachada amarilla en el barrio Belén, con puerta de madera troquelada que cruzaron primos, hermanos, tíos y abuelos que querían abrazar a Carolina porque no la veían desde el último diciembre.

La fiesta terminó antes de las tres de la mañana y cuatro horas después, bajo el tierno sol de las siete, la empleada doméstica sacó la basura y la acomodó al frente de la casa, al lado de un poste de luz. Dos bolsas negras con botellas y platos desechables, siete tubos de cartón que antes sirvieron para enrollar papel de colgadura y tres bombas, dos amarillas y una rosada, esperaban ser recogidas por alguien o, en el peor de los casos, por el carro de la basura. Y así, a lo largo de la cuadra, pequeños cúmulos de deshechos también aguardaban seguir su rumbo hacia el reciclaje o la desaparición total.

El viento suave, a veces, acariciaba las bombas sin alejarlas del poste. Una de las amarillas estaba en grave estado de salud, al borde del desinfle, con la piel arrugada y cabía en el puño de una mano adulta. La rosada sufría un hundido en el ombligo y la otra amarilla, que aún conservaba un buen semblante, padecía con sus hermanas el abandono, la intemperie y la mala compañía de la basura.

De pronto apareció Gregorio Miranda, un negro grandote nacido en San Basilio de Palenque y criado en Cartagena, con dos cajas en la cabeza; tenía la piel oscura, una gorra verde y un kilométrico morado en el bolsillo de su camisa a cuadros grises. Pasó y observó las bombas pero las ignoró, porque no tiene niños. El hombre descargó las cajas, agarró los tubos de cartón y después de atarlos con una bolsa, se alzó al hombro todo. Algunos pasos más adelante, encontró grandes piezas de papel que rasgó con vehemencia y llevó consigo.

Las bombas quedaron inmóviles hasta que Nury Pavón, ama de casa en chanclas, les conectó un puntapié después de despedir a unas amigas con las que conversó durante varios minutos. “Por la mañanita había más bombas”, dijo la señora sin detenerse a pensar por qué no se las llevaron todas. ¿Por qué no recogieron esas tres bombas coloridas, una rosada confite y dos amarillas pollito? Ni Rubén Arboleda, un joven fortachón que trabaja hace tres meses en la remodelación de una casa, justo al frente de donde se le hizo el agasajo a Carolina, supo la razón de tal desprecio.

Al mediodía se conoció que el carro de la basura iba a pasar en la tarde, entonces las bombas no tuvieron otra opción que seguir agonizando junto a las bolsas negras, ya abiertas y saqueadas, donde sólo se asomaban algunos platos y platicos, con restos de arroz chino y torta. Así pues, esperando ser rescatadas por algún niño que les diera oxígeno y alegría, que las sacara de esa incómoda posición, las bombas permanecieron allí, esperando cumplir su ciclo vital.

Medellín, diciembre 14, Rule