Había una vez una niña muy inquieta. Se llamaba María Consuelo Hernández y siempre tenía que estar haciendo algo. Si no tenía las manos ocupadas, empezaba a cansoniar a la mamá hasta que le sacaba la rabia y se ganaba unas jueteras que le dejaban las nalgas ardiendo en llamas. La mamá se llamaba Carlina y tenía el brazo pesado porque le tocó trabajar todos los santos días de su vida.

Cuando la niña creció un poquito y ya podía controlar sus manos, se encariñó con un “juguete” muy peligroso. Hablo de ese objeto que consta de dos hojas metálicas afiladas en su interior, acabando ambas en ojos para introducir allí el pulgar y el índice, y articuladas por un eje en sus extremos, constituyendo un ejemplo perfecto de palanca de primer orden doble: la tijera.

El manejo ágil de esta herramienta de corte a temprana edad, le permitió a María Consuelo cortarle la cabellera a sus muñecas y a las de sus amiguitas mucho antes de cursar el Programa Básico de Belleza General en Cafor, un Instituto Técnico de Educación. Como tenía su destino trazado, la mujer perfeccionó sus saberes en la Academia de Belleza Orly y la tijera se convirtió en una extensión de su mano. Desde hace nueve años, la rutina de María Consuelo es atender la clientela de una peluquería ubicada en un pequeño local de la Plaza Minorista.

Hasta que ayer, en un hecho inédito, la cuñada de María Consuelo de nombre Zenobia y de apellido Piedrahita, se apareció en la peluquería con un secador de pelo dañado. Era la primera vez que se le fundía, que el aparato sacaba la mano, entonces María Consuelo decidió llevarle el secador malo de Zenobia a don Humberto Montoya, un señor barrigón, canoso y de gafas que arregla aparatos eléctricos en el sector de la Minorista desde 1.989.

Hugo Martínez, un joven vigilante que estaba envuelto en una capa azul, escuchó, cuando lo empezaban a motilar, que don Humberto le dijo a la peluquera que el arreglo costaba 8 mil pesos, pero que por ser ella se lo dejaba en 5 mil. Y eso lo confirmó el mismo señor, María Consuelo es una luchadora y hay que cobrarle barato. Don Humberto, además, sabe que secador de pelo que se dañe en la peluquería se lo llevan a él, que tiene su local a la vuelta, diagonal a un burro bebé que están vendiendo a 400 mil pesos ahí en la Minorista.

Don Humberto arregló el secador en cinco minutos esa misma mañana. Lo que tenía malo era el fusible dijo el especialista, mostrando un colorido cementerio de secadores de pelo en las repisas de su local. Son como 50 aparatos: unos los desarma y vende las piezas como repuesto, a otros les deja el motor y los promociona para ventilar asados, y los que sí son ajenos, simplemente los arregla, como el de la habitante de Aranjuez y ama de casa, la señora Zenobia.

Al final de la mañana, mientras María Consuelo le pasaba la máquina rapadora a un niño que tenía pelo de señor y don Humberto esperaba el próximo cliente, con la vista hacia el burro bebé, quién sabe qué estaba haciendo doña Zenobia en su casa. Sólo sabemos que le dijo a su cuñada que por la tarde “bajaba” con la plata para reclamar su secador de pelo, blanco, con dos botones, uno rojo y otro azul, que estaba ahí tirado, revuelto con otros secadores más viejos, esqueletos sin cables, esperando ser rescatado por su dueña y listo para estrenar su fusible.

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Medellín, diciembre 22 de 2009. Rule.