Por: Blimunda Pedrero

Un día contestas el teléfono y te das cuenta de que es un amigo del que hace tiempo no tenías noticia. Y resulta que mientras saluda y se actualizan mutuamente, estás esperando —porque sabes que vendrá— la frase tipo: “Ve, quería preguntarte…” y empieza: “…es que voy a arrendar un apartamento y necesito un codeudor que trabaje”, o “voy para Medellín unos días y pensé que de pronto podía quedarme en tu casa”, o “para que me asesorés en tal cosa, vos que sabés tanto de eso”.

Ante eso, las personas suelen indignarse y, sea que lo manifiesten o lo callen, siempre piensan, que alguien está tratando de aprovecharse de su nobleza. “Éste sólo llama para pedir favores”, es la afirmación-reproche que se lanza, que queda en el aire. Y puede que hasta hagas el favor así sea a regañadientes; o si te cogieron radical, lo niegas de un tajo, pensando, con cierta rabiecita, en la vez que te enteraste de los quince de su hija y no llamó para invitarte, o en que olvidó tu último cumpleaños, o en cuando estuviste enfermo (y juras que tuvo que haberse enterado) y no llamó a preguntar cómo seguías.

Pero la verdad es que los amigos que sólo llaman a pedir favores son los que mejor nos conocen y también nos valoran: saben exactamente en qué es bueno uno, para qué es útil, cuáles son sus fortalezas y sus intereses. Así mismo, saben con certeza qué favor negaría uno sin pestañear. A mí, por ejemplo, me buscan mis amigos (perdidos, lejanos, olvidadizos, pero mis amigos al final) para que les escriba un discurso, les diga cómo se quita una mancha de la ropa o les recomiende un vino; pero nunca me buscarían para que haga de niñera, les arme un rompecabezas o les preste un recetario de cocina.

Son los amigos que están ahí, en alguna parte, y que a pesar de la distancia no han borrado tu número de la libreta o del celular, aún se acuerdan de lo que haces y de lo que te gusta. Cuando piensan en uno lo hacen de una manera definitiva y, casi siempre, acertada; reconocen lo que vales y cómo podrías aportarle a sus vidas. Al fin de cuentas, su aparición, su llamada, es un reconocimiento.

Por supuesto que están también los otros amigos, los que llaman a saludar, escriben correos y nos invitan a tomar café. Los que, por fortuna, vemos con frecuencia y con los que compartimos nuestras vidas. Que también piden favores, ni más faltaba. Lo que digo es que no son menos valiosos aquellos que se pierden de nuestro espectro y nos privan de su vida y compañía por largos o cortos periodos de tiempo, y que luego aparecen, también hay que reconocerlo: con mucho de humildad y valentía, a pedirnos auxilio, a decirnos que podemos participar en algo suyo con una cosa que tenemos, sabemos o podemos.

Por eso y porque además creo que en algún momento todos lo hemos sido: ¡Que vivan los amigos que sólo llaman a pedir favores!