Había una vez una plancha marca Black and Decker, azul y blanca, que, aunque acabada de comprar, fue despreciada por los empleados de una microempresa de estampados porque no planchaba bien: había que dar muchas pasadas a las prendas y a las telas para que quedaran asentadas y sin arrugas.

No pasó una semana y ya Héctor Mejía, el gerente de la empresa, se la había llevado a su mamá, doña Herminia Soto, para proponerle que la cambiaran por la plancha de la casa. Como en la empresa planchaban más, la propuesta parecía razonable. Además, la vieja plancha casera, marca Samurái, ya había cumplido diez años, no tenía dispensador de agua como la casi nueva que le ofrecían y, al final de cuentas, era para probar si la vieja era mejor aceptada en la pequeña empresa.

El cambio se hizo. Una, dos, tres semanas y todos parecían tan contentos. Las encargadas de pasar las prendas en la empresa estaban felices, ésta sí era una plancha, viejita pero muy buena, decían. Y doña Herminia, que sólo tenía para planchar ocho camisas de su hijo Héctor y dos de las suyas (pues aunque tenía seis susceptibles de planchado apenas se ponía dos que le gustaban más), si bien no estaba feliz, al menos se sentía conforme con el aparato.

Hasta que dos meses después, doña Herminia descubrió que la plancha se le estaba pegando a la ropa como resultado de una mancha negra en la parte inferior del aparato, la que calienta. Mancha que empezó como una sombra y que se fue haciendo más oscura luego de cada planchado.

Entonces, la mujer se armó de la esponja rectangular verde que usaba para lavar trastes, un poco acabada pero aún con fibra, la escurrió bien, la untó bastante de crema lavaloza (de un verde más claro) y empezó a restregar la base de la plancha con paciencia.

Mientras estregaba, doña Herminia no dejó de sentir cierto susto de pensar que de pronto la dañaba, pero era mejor dañada que sucia y fea. Así que restregó durante quince minutos, como si estuviera lavando una olla, como si del pegado de una paila se tratara, y la desaparición paulatina de la mancha, entre la espuma desprendida de la esponja, la animaba a seguir fregando.

Hasta que la dejó brillantica. Y, como metido un dedo, metida toda la mano, la señora terminó la limpieza pasando un trapo húmedo y limpio por la parte superior de la plancha, por el asa y por el cordón.

Como nueva quedó. Conectada y funcionando.

Y como cada mes, más o menos, la plancha volvía y se ponía fea, le arrugaba otra vez la ropa y se le pegaba, doña Herminia volvía a coger la esponja embadurnada de jabón para lavarla, fuera junto al lavaplatos o a la mesa de planchar, y le quitaba la mancha recordando que la plancha viejita no se ensuciaba tanto, aguantaba más de dos meses limpia y, ¿cómo olvidarlo?, planchaba mejor.

Medellín, enero 17 de 2010. GloriaE.