En la forma de pegar un clavo se revela la manera de asumir la vida. Y no uno de esos clavos rutinarios de quien se ve obligado a vivir de pegar clavos. Sino esos clavos de ocasión, de los que se requieren para colgar un cuadro o cualquier otro artilugio inesperado.

Si se trata de una de esas personas que creen que todo es muy difícil y que toda labor técnica requiere de un largo entrenamiento para poder hacerse bien, ni siquiera tendrá el valor de armar su mano diestra con un martillo y perforarle a un muro su epidermis, sino que preferirá convocar los servicios de un amigo o de un carpintero a domicilio.

Sin embargo, quien supera ese insípido temor y asume la labor de pegar el clavo, tampoco ingresa sin aduanas al olimpo donde se reúnen los valientes. Porque así como hay quien simplemente toma el clavo por el cuerpo, apoya su punta con firmeza contra el muro, y en tres o cuatro golpes secos tiene listo ya el trabajo, también hay quien, aún consciente de que lo que debe hacer no es más que un movimiento mil veces repetido en paredes y tapias de todo el globo, insiste en darle a tan simple operación un aire ceremonioso y a veces rayando incluso en lo científico. Esa persona evita a toda costa conectar el clavo con su propio corazón, resolver de una mirada el lugar donde habrá de introducirlo y proceder sin dilaciones a hundirlo con el pulso firme y la mirada atenta. Esa persona toma distancia. Observa la superficie una y otra vez. Estira un brazo y señala con un dedo algún punto invisible. Marca una equis en el sitio elegido. Precavido, recubre esa recta porción de plano con un trozo de adhesivo para evitar la grieta o el descascaramiento; y en un caso extremo, le pide a un tercero su opinión acerca de la conveniencia de clavarlo en ese punto exacto y no en cualquiera otro: unos centímetros hacia este lado o tal vez hacia el de más allá. Sólo entonces pasará al acto de clavar, para lo que también toma ridículas medidas que no vale la pena enumerar aquí.

Lo que sí hay que saber que mientras esa persona se resuelve, y alcanza incluso a contemplar la posibilidad de optar por un taladro, cientos de miles, quizá millones de clavos, rompen a cada segundo la materia con su punta, empujados sin temores por las cabezas planas de los martillos esgrimidos por las resueltas manos de los hombres y mujeres de acción.

Por: Zacarías V.