Por Blimunda Pedrero

No saber montar en bicicleta es lo más cercano a un pecado, un escándalo, un caso extraordinario. A mis años ya no me cuesta confesarlo cuando toca. Pero aún me impresiona la cara que ponen mis interlocutores: “¡¿No sabes?!”. Como si uno tuviera que saber de hecho, haber nacido sabiendo o haberlo aprendido sin darse cuenta, como bostezar, cruzarse de brazos, parpadear, subir escalas o señalar con un dedo. Pues no, no sé montar en bicicleta, de pequeña nunca di siquiera ese importante paso del triciclo a la bici con rueditas. Y aunque de grande hice un par de intentos, me pudo más la pereza y la desazón de ser una adulta de la que se burlaban los niños de seis años cada vez que me caía. De hecho, yo tenía ocho o nueve años cuando me llevaron a un ciclopaseo y hasta mis hermanos más pequeños iban en el dichoso vehículo de dos ruedas, mientras yo, grande como era, no me bajaba del triciclo aunque se chocaran mis rodillas con el manubrio.

Al parecer, nadie se imagina un ser humano que no sepa subirse a una cicla y emprender carrera, hacer giros básicos y frenar cuando quiera. Recuerdo hace algunos años, al instructor de natación en una clase en la que nos insistía en el tema de la brazada. Decía él que una vez aprendiéramos iba a ser como montar en bicicleta: una cosa que a uno nunca se le olvida. Todos entendieron la asociación, precisamente porque se supone que todos en este planeta dominamos el arte de manejar una cicla.

Después de esa clase tuve la oportunidad de guardarle en mi casa una bicicleta a una prima. Confieso que dediqué algunas noches al intento fallido de sostenerme en el aparato, no bajar un pie ni caerme; pero tampoco esas veces pude darle siquiera una vuelta completa al patio de dos metros de ancho.

No digo que me sienta orgullosa de no saber, ni tampoco niego que montar en bicicleta sea importante (como ejercicio, socialización, entretenimiento, claro que sí); lo que digo es que no es tan grave. Seguramente sé algunas cosas que no todo el mundo domina: montar en patines, jugar catapis, comprar yuca buena, bañar un perro.

Por eso, en nombre de esos extraños seres que no sabemos montar en bicicleta —una minoría que confío deba existir—, hago un llamado para que nos dejen de mirar escépticos, atónitos y, en ocasiones, con lástima, cuando aceptamos (ya a esta edad, con descaro y no con vergüenza) que ese hermoso vehículo nos quedó grande.