Por Tiberio Arroyave

En el río de la vida siempre hay dos posibilidades para las especies y los individuos: comer o servir de alimento. Pareciera que lo preferible es poder comer, aunque hay dioses que se comen a sus hijos y otros que dan sus hijos a comer a los humanos. Pero no hablemos de religión, hablemos de Pinocho, el bello y santo patrón de esta Agencia que nos alberga. Lo primero es recordar que Pinocho, antes que poder comer, es él mismo comido. Las mamás y los abuelitos se comen figuradamente los niños a besos y por ello quizás los niños, ya adultos, escriben fantasías donde brujas ancianas los devoran después de engordarlos. Pero, como nos cuenta Collodi, Pinocho fue siempre un pobre niño hambriento a quien su padre artesanal, Gepetto, le cedía sus peras y, como los niños de todos los tiempos, pidió las peras peladas para al final tenerse que comer hasta las cáscaras. Bello el gesto de los mejores seres humanos: se priva Gepetto de sus peras. Y es triste el destino de Pinocho, siempre con el estómago vacío y a punto de ser comido y, fuera de eso, los alimentos se le escapaban de las manos, como la vez que casi muerto del hambre encuentra un huevo y cuando apenas lo imagina tortilla sale por los aires para después cruzar la ventana convertido en un pollo volador.

Pinocho hambriento pasa el día activo, se olvida de su necesidad de alimento hasta que una cosquilla dolorosa le recuerda que ella va muy de prisa y se puede convertir en hambre canina, rabiosa. Pero poco después, pasada la rabia, viene un dolor hondo, será en el alma, pues el cuerpo casi ni responde, uno no es de palo. Mientras Pinocho padece hambre uno de sus falsos amigos, el gato, se come treinta y cinco salmones con salsa de tomate y cuatro raciones de callos a la parmesana, “¡y porque los callos no le parecían bastante condimentados hizo servirse por tres veces mantequilla y queso rallado!” Los niños con razón terminan pensando que a uno se lo comen o uno debe comer más de lo que necesita, y eso que hablamos de un gato.

Pero vuelvo a lo primero: que a uno se lo coman. Y el pobre Pinocho sí supo de eso, corrió el peligro de ser frito en una sartén como si fuera un pez, y arrojado al mar fue devorado. Arriesgo desde este relato una moraleja para el lenguaje: así pasa con las palabras que todos usamos, nos alimentamos de ellas y también nos envuelven y estamos siempre en tránsito de ser devorados cuando son tejidas con cuidado, como cuando nos mienten y enredan, “se comió el cuento”, dicen. Por favor, para que la fiesta siga todos deben relajarse, pues desde que comenzamos a hablar ya estamos en el juego de ser devorados o alimentar con nuestras narraciones a otros. Y no olvidemos tampoco que las veces que Pinocho fue comido, de todas salió con esperanza. Comer o ser comido no cuenta mucho, inventar el cuento o tragárselo completo es parte del juego de la vida y la vida en la palabra.