Por: Tiberio Arroyave

No quiero polemizar pues veo que en estas páginas de opinión hasta yo mismo me he vuelto un cansón. Y ya que toco el tema me pregunto si son más molestos los amigos invitadores que quienes se pegan de lo que sea. Tengo un amigo invitador y lo llaman “el bolsillo más rápido del oeste”; no sólo paga todos los consumos sino que siempre me está invitando. Yo primero le aceptaba pues la generosidad obliga, pero una tarde, comiéndome de su cuenta dos helados enormes, supe que también me estaba obligando a no sé qué, como darle las gracias más de una vez o quedar con una deuda inexplicable. Si me invitan me esclavizan, pensé, y entonces me quise volver yo mismo el bolsillo más rápido de esta ciudad o al menos de la cuadra. En la escuela ya fui capaz de ufanarme de conseguir el compás más barato, de la marca que recomendaba la maestra de geometría, y compré uno para el amigo más ahorrativo del salón y se lo vendí muy barato sólo para sorprenderlo y quedar bien

No quiero inspirar lástima pero debo confesar que algunos de mis amigos que se auto invitan me dan pesar y no son los que no tienen un peso en el bolsillo pues creo que esa condición en el interior de la ropa es la más visible de todas las que queremos ocultar. A mí, por ejemplo, la plata se me ve por encima, si la tengo sonrío e invito, pero si estoy sin ella ni salgo a la calle y mi mamá, que es muy lista, me dice: “¿Cierto hijo que usted está sin cinco?”. Yo no tengo ni que hablar cuando estoy sin plata pues no sólo ella me pone un billete en el bolsillo, mis amigos distinguen eso y me van y me buscan a la casa; debo aclarar que los distingo, los que me dan para alejarme de la inopia o del capricho o del hambre y los que me dan para que les haga elogios o les agradezca.

Siempre me remito a la vida de la infancia y recuerdo: cuando visito amiguitos en la memoria los veo sacando de su armario todos los juguetes, los más deslumbrantes primero y después las simples canicas, los sellos, los empaques. Y ahora que he crecido, amigos muy parecidos a los que se ufanaban de los juguetes nuevos, ahora exhiben sus títulos, sus cartones, sus carros, sus libros, colecciones varias, sus fincas o sus casas. Yo tengo uno no muy querido que le bauticé su finca en Sopetrán como “El Lambedero”, no acepta críticas, por eso prefiero a Pascual que siempre llega a casa y a pesar de no tener sino tres dientes come de una torta de helado como si fuera un tiburón azul que entrara a mi nevera. Yo quiero afirmar y levantar el avispero: prefiero a los amigos que se invitan a mi casa a los que quieren que sea parte de un coro de necesitados que los halagan.