Había una vez un parque de diversiones con un trencito de cuatro vagones, un aro de seis aviones con puntas redondeadas, un barco que se movía como un péndulo y una rueda de Chicago con los colores de la bandera de Colombia. Era un parque sin nombre que iba de barrio en barrio, por la ciudad de Medellín y sus alrededores, instalándose en canchas y plazoletas, sábados, domingos y festivos, y en épocas de vacaciones.

Al parque de atracciones iban gentes de todas las edades, y por tiquetes que valían quinientos pesos podían disfrutar cinco o diez minutos de cada juego. Como los aviones y el tren eran para los más pequeños, y el barco para jóvenes y adultos, a los pequeños de ambiciones extremas les quedaba la rueda de Chicago, de tres metros de altura y seis vagones tricolores.

Pero esta rueda tenía algo que la hacía diferente de los demás juegos: carecía de motor. Desde que el dueño la compró estaba así, y como era pequeña, según dijo el hombre, que se reservó su nombre y otras explicaciones, se podía manejar manualmente.

Para hacer este oficio llegó a trabajar en el parque itinerante Sebastián Cortés, de 17 años, joven con experiencia en cargar ladrillos y bultos de cemento, quien se dedicó a darle vida a la rueda.

Con los brazos estirados hacia arriba, Sebastián se colgaba de los radios de la noria para impulsarla, y luego se agarraba de la circunferencia para empujarla y mantener la velocidad, mientras los niños, sentados en sus sillitas y enjaulados tras las mallas de hierro, gritaban que más duro, más duro, más rápido, más rápido. Y él, que se levantaba la gorra para secarse el sudor con el brazo, volvía y se colgaba de uno de los tubos del aro y empujaba con toda su fuerza.

Esta rueda de Chicago, de tamaño mediano, podía llegar a tener doce niños montados al mismo tiempo y pesar unos cuatrocientos kilos. Claro que también había veces que tocaba hacerla girar sólo para un niño, y entonces, para ayudarse, Sebastián ponía la batería de un camión en una de las sillas libres para que hiciera contrapeso y el trabajo no le quedara tan difícil.

«Metiéndole ganas» era como Sebastián decía que lograba sacar fuerzas. Y gracias también a que tomaba agua todo el día, cada vez podía volver con ánimo a hacer girar la rueda, que no se podía estar quieta en el barrio al que fuera, y donde los niños exigían más velocidad, más fuerza. Algunos como Mateo y su primita Íngrid repetían la montada, y decían que era muy bueno así, sin el motor, porque el muchacho podía hacerle despacio a ratos y más rápido en otros.

Así, compensada la falta de motor, esta rueda de Chicago siguió cobrando vida y dando diversión, gracias al empeño de Sebastián que lograba descansar un poco cuando el disco corría con suficiente inercia y él podía ponerse las manos en la cintura y verla girar, subido en la llanta de la plataforma que soportaba la rueda.

En momentos así, aprovechaba para mirar los minutos en su reloj de pulso, con el que medía el tiempo que faltaba para comenzar a detener la rueda en cada silla o vagón, hacer bajar un niño o dos, y permitir que subiera otro de la fila hasta tener una nueva tanda de criaturas sedientas de dar vueltas y vueltas en la rueda que sus brazos ponían a girar.

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Medellín, abril 6 de 2010. GloriaE.