Por: Blimunda Pedrero

Un recuerdo, una visión, una frase o la simple conciencia de que se asiste a un momento ridículo o risible, pueden ser los causantes de unas ganas irreprimibles de reírse, aún cuando quienes nos rodean no perciban ni un ápice de lo que nos mueve a risa. Las alternativas en estos casos van desde administrar a hurtadillas una risita de desahogo, hasta aguantarse y postergar la dicha, pasando por las estrategias de poner en común el motivo de risa para no hacerlo solo, o esperar pacientemente a que se provoque un momento hilarante para aprovecharlo al máximo. Pero todas esas opciones tienen riesgos y consecuencias, porque el que se ríe a solas siempre tiene las de perder.

Reírse solo, en la mitad de una cita o reunión, o en un espacio de trabajo, es visto por lo general como un acto de mal gusto o hasta una grosería, y quienes se percatan de que alguien empieza a hacerlo sin razón aparente siempre quieren conocer el motivo. “¿De qué te estás riendo?”, preguntan sin empacho, como reclamando el derecho a saber si se están burlando de él mismo. “No, nada”, “Una bobada”, “No me parés bolas”, es la respuesta. Y queda en el aire la duda, si se burla de mí o de mi vestido, o fue algo que dije, o está hablando de mí en el chat, y es probable que la amistad o la relación laboral se afecten por andar uno riéndose a solas en público.

Este acto también acarrea la posibilidad de que a uno lo separen del grupo y del tema de conversación; que pierda credibilidad a la hora de hablar en serio; que lo tachen de loco, raro, grosero o necio. O que le toque explicar (o inventar) de manera detallada la razón de su risa, para que no crean que se burla de alguno de los presentes. Pero lo más probable es que a los demás no les de risa, al menos no tanta, y el riesgo que se corre entonces es el de ser tomado por tonto.

La opción es hacer un esfuerzo por olvidar lo que generó la risa, pensar en algo triste o doloroso. Eso, por ejemplo, le funciona muy bien a algunas personas: provocarse un intenso dolor arañándose un brazo o presionando con un bolígrafo la palma de la mano. Así, la preocupación por esa tortura ayuda a desplazar la risa.

Pero para quienes son más ágiles o expertos, una buena alternativa es el disimulo: girar la cabeza, simular un acceso de tos, escabullirse sin llamar la atención y salir de esa risa atrancada en algún baño o balcón (ya serán los desconocidos quienes lo señalen de loco).

En cualquier caso, lo menos saludable es esperar de manos cruzadas a que alguien haga una broma y ahí sí poder reírse de todo junto. Los resultados pueden ser catastróficos: sufrir uno algún tipo de afección física por constreñimiento o soltar una carcajada fuera de toda proporción y que no se corresponda con la calidad del chiste.

Sea cual fuere la destreza individual frente a este arte, que en el fondo no le causa mal a nadie, reírse a solas es de las mejores cosas que le pueden pasar al ser humano. Su maestría radica en la intimidad del momento y en la posibilidad de ser torpe y célebre a la vez.