Por: Tiberio Arroyave

Voy a empezar con un cuento que repite Víctor Hugo, para explicar el sentido de esta columna:

“En el siglo VII un hombre montado en un camello y acurrucado entre dos sacos, uno de higos y otro de trigo, entró en Alejandría. Estos dos sacos, y por añadidura un plato de madera, constituían todas sus riquezas. Este hombre sólo se sentaba en el suelo, y no se alimentaba más que de pan y de agua. Había conquistado la mitad del Asia y del África. Había asaltado o quemado treinta y seis mil ciudades, aldeas, fortalezas y castillos. Había destruido cuatro mil templos paganos o cristianos. Había edificado mil cuatrocientas mezquitas. Había vencido a Izdeger, Rey de Persia, y a Heraclio, emperador de Oriente. Este hombre se llamaba Omar y quemó la Biblioteca de Alejandría”.

Así pasa con tantas cosas humanas (la humanidad de occidente no cesa de lamentar la suerte de esa legendaria biblioteca) y me temo que con las bibliotecas personales pasa igual. Llamémoslas ‘BP’. No voy a repetir los lugares comunes que afirman que el libro es memoria extra corporal y que las BP reflejan una vida de lector, ni voy a recordar a los bibliómanos que han comprado otra vivienda adicional para sus BP. Me voy a detener en aspectos banales y en la vanidad propia de los coleccionistas de libros y en la justicia extraña del gesto de Omar.

Después de toda una vida de lectores, con pocas excepciones, las BP se extinguen como una especie inédita. Décadas, toda una vida haciéndolas, tantas horas de desvelos, tantas gestiones y dinero para obtener un libro se separan del libro y este se vuelve una cosa cuya mejor suerte es caer en manos de un librero de segundas. Y estos se parecen a sepultureros y los superan, son los pequeños Omar de nuestro tiempo, ellos no queman las BP, les dan sepultura en su forma original y las desperdigan como quien lanza polvo al viento.

Un librero de segundas, además de cruel como Omar, es un chismoso con especialización en necrología que sabe cuál intelectual, escritor o profesor está muriendo; espera unas pocas horas y no bien pasadas las honras fúnebres se aparecen como cuervos y ofrecen a las viudas librarlas de ese flagelo; pues así sienten las esposas las BP. Varios escritores que conozco tienen su orgullo depositado en sus BP, siguen a renglón seguido la idea de Borges que se enorgullecía de los libros leídos más que de los escritos, y no sobra recordar que se la pasó ciego buena parte de su vida, lo que deja un saborcito agridulce a la expresión que ha quedado. Los libreros son bibliófagos que devoran millones de libros y los convierten en caprichos. No se incluyen en esta diatriba los bibliófilos, esos pacientes peregrinos que cruzan los libros en búsqueda de sí mismos y como Omar, cuando se encuentran, los lanzan en bolas de fuego por los aires; yo los saludo con admiración.

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