Por Blimunda Pedrero

Ya me cansé de renegar contra el paraguas. Que si le sacan un ojo a uno, que si lo despeinan, que si lo mojan. Esas tragedias inevitables sólo corroboran la falta de pericia del ser humano para manejar ciertos instrumentos y nuestro empeño por torturarnos con cosas poco funcionales y estorbosas. Pero dejemos el paraguas en paz y pensemos por un momento que en realidad está hecho para servirnos, sólo que no nos hemos dado cuenta del abanico de oportunidades que brinda. Además, qué mejor momento para referirse al tema que estos tiempos de lluvias imparables y fáciles de predecir por el más neófito de los meteorólogos o el menos recorrido de los taxistas.

Este año he tenido ocho paraguas. Seis de cinco mil pesos, uno de quince que me regalaron y otro más que costó veinte. A uno tras otro, sin distingo de precio y más temprano que tarde, se les han quebrado sus varillas, se han descosido, se les ha roto la tela o se han perdido enteros por la vida. Para eso están hechos: para abandonarnos cuando los necesitamos, dañarse lo más pronto posible y ser uno de los objetos que más se dejan olvidados. Así, cumplen su deber de manera impecable. Pero es tan mágico este dispositivo móvil que aún dañado sirve y perdido no deja de reportarnos cierto alivio.

Un paraguas, bueno o malo, corto o largo, siempre podrá fungir como arma de defensa. Un golpe bien dado en la cabeza de un atacante al menos lo dejará atontado dándonos el tiempo necesario para huir. Abriéndolo o batiéndonos con él como si fuera una espada podemos usarlo para ahuyentar perros con rabia, o incluso a los que son sólo labia. También, al emplearlo como un palo, con diplomacia y tacto, servirá para abrirse camino entre las dos hileras de gente parada en un bus, cuando el conductor grite: “Colaboremen con la filita de la mitad y verá que nos vamos”. Procedimiento que aplica igualmente para los que utilizan el metro, el tren y otros medios de transporte masivo en las horas pico, aunque no haya ningún mandato del sujeto al volante. En estos casos si el paraguas está escurriendo, tanto mejor, nadie querrá que lo mojen. Se ganará unos cuantos insultos, reparos y empujones, pero nada que un par de audífonos y el mismo paraguas no puedan solucionar.

Aprovéchelo además en esos incómodos momentos en los que no quiere saludar a alguien. Si tiene el paraguas abierto, perfecto. Sólo acomódelo un poco o inclínelo de la manera que le convenga para no ser visto. Si lo lleva cerrado, concéntrese y empéñese en abrirlo con cuidado, o entreténgase escurriéndolo u organizándolo para guardarlo, esas actividades resultan tan engorrosas para uno como ridículas a la vista de los demás, de tal manera que nadie va a querer acercársele.

Explore sus opciones. Hay quienes los usan en la decoración de sus casas demostrando la falsedad del mito según el cual traen mala suerte a quienes los abren en espacios cerrados. Y no faltarán aquellos que anden con un paraguas listo para halagar jovencitas sorprendidas por la lluvia en traje de verano.

Cualquiera sea su caso, recuerde que en la vida es indispensable llevar siempre algo qué perder. Algo que no duela olvidar o abandonar, y que rogamos que ningún mesero, vendedor, proveedor o cliente corra a devolvernos cuando ya nos hemos ido. Hasta eso es capaz de hacer nuestro complejo e incomprendido paraguas.

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