Ésta es la historia de Jorge, un hombre de 31 años de edad, cuyo oficio era ir y venir de un lado a otro, llevando y trayendo papeles, documentos importantes que debían ser entregados, firmados, sellados, enviados, recogidos. Así que los días de Jorge, de segundo nombre Hernán y de apellido Torres, estaban llenos de trámites y vueltas para hacer, desde las siete de la mañana hasta las cinco o seis de la tarde.

Un día de esos en que el cielo está completamente azul y el sol abrasa, a este mensajero se le juntaron varias diligencias que no admitían aplazamiento. A las diez de la mañana ya Jorge estaba cansado de correr, había pagado cuentas, consignado en el banco, recogido un sobre, y ahora debía ir por un documento a La Alpujarra, el Centro Administrativo de la ciudad de Medellín. Tenía la cara enrojecida y sudorosa, y la garganta seca. Pero justo en ese momento, cuando corría por el andén norte de la avenida San Juan, a la altura de la carrera Palacé, Jorge vio a un limpiador de parabrisas abasteciéndose del hilo de agua que manaba de un hidrante, de esos de donde toman el agua los bomberos cuando hay incendios.

Sin pensarlo dos veces, el mensajero pidió permiso para acercarse y procedió a mojarse las manos, las llenó de agua y comenzó a esparcirla por brazos, cara y cabeza. También a la boca se llevó varios sorbos. Un suspiro se escuchó mientras el limpiador esperaba, con sus botellas a medio llenar, para retornar al chorro.

El improvisado baño duró lo que demora el semáforo en cambiar de color. Y un Jorge más fresco y más dispuesto afirmó que era justo lo que necesitaba para continuar con el trajín. Entonces, cuando la luz cambió de nuevo, el hombre retomó su trayecto y cruzó la avenida corriendo con el cabello mojado, como acabado de duchar.

Medellín, octubre 12 de 2010. Por GloriaE.

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