Había una vez una mujer que le tenía miedo a los ascensores y a las escaleras eléctricas. Se llamaba Amparo y había crecido en una vereda del municipio de Venecia, en Antioquia. Hacía muchos años que vivía en la ciudad y había logrado adaptarse a casi todas las novedades: los buses, el ruido, la multitud. Pero cada vez que visitaba un edificio o un centro comercial se negaba a abordar elevadores y escaleras que se movieran solas. Para explicar su miedo, Amparo decía que se prestaban para accidentes y que sentía que se iba a caer. También contaba que la primera vez que se subió a un ascensor se quedó encerrada un rato y que una vez vio en las noticias que una escalera se había devuelto y había causado varios muertos y heridos.

Sin embargo, para suerte de esta mujer, hasta sus 60 años nunca se había visto obligada a usar con frecuencia ninguno de los dos aparatos. Hasta que un día la llamaron para planchar ropa cada semana en un apartamento ubicado en el piso 8 de un edificio en un barrio llamado El Poblado. Amparo, que necesitaba trabajar para sostenerse, aceptó el empleo y todos los jueves empezó a madrugar lo suficiente para viajar desde su casa en el barrio Manrique y subir uno a uno los escalones del edificio, haciendo cortas pausas en los descansos de cada piso hasta llegar a su destino. Aunque Luz Dary, la otra empleada de la misma familia, le decía que era “una bobada” y que los ascensores eran muy seguros, Amparo continuaba subiendo y bajando escalas, cansada, pero a salvo del elevador.

En días recientes, los miembros de la familia anunciaron la búsqueda de otro domicilio y mencionaron la posibilidad de comprar una casa en un primer piso. Sin embargo, la ilusión de Amparo duró muy poco, pues le acaban de comunicar que el apartamento nuevo está en un piso 18.

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Medellín, noviembre 9 de 2010. Por: GloriaE

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