Hubo una vez un hombre de unos 60 años de edad que salió de caminada una tarde gris pero sin amenaza de lluvia. Adolfo Llano se llamaba y en el barrio La Mota vivía. Vestía camisa de manga corta, pantalón con prenses y zapatos de cuero negro. En el paseo lo acompañaba Jacobo, su hijo universitario, y juntos recorrieron varias cuadras hablando de la familia, de fútbol y de uno que otro político.

Todo transcurría sin contratiempos hasta que don Adolfo se dio cuenta de que estaban bordeando un lote sin construir, del cual sobresalían arbustos y maleza. Entonces, entre las ramas y hojas, a Adolfo le pareció descubrir una planta dormilona, de esas que se cierran en cuanto se les toca y que los científicos llaman ‘mimosa púdica’. El hombre le acercó una mano para dormirla, pero no se movió. Exactamente igual a aquellas, dijo que era, mientras le señalaba a su hijo otra que sí podía ser.

En adelante, Adolfo se dedicó a tocar con manos y pies todas aquellas ramas que se le parecían a la dormilona, o vergonzosa como también le dicen. El fracaso lo motivaba a seguir buscando, a seguir tocando. Entusiasmado también, Jacobo le ayudaba mostrándole otras para que tocara. Pero nada. Todas las plantas permanecían iguales, no se cerraban, no se recogían como la dormilona. Entonces, el señor Llano trataba de explicar que las hojas eran casi idénticas, que sólo tal vez un poquito más redondas.

En esas siguieron varios metros más, hasta llegar casi al final del lote. Allí, con un gesto de desazón, don Adolfo desistió de tocar el último arbusto después de mirarlo de cerca como a todos los anteriores. Tampoco es, sentenció. Y se alejó recordando que en las caminatas por su pueblo encontraba dormilonas por montones, que se cerraban solas al llegar la noche, y de día sólo si uno las rozaba.