Por: Tiberio Arroyave

Descreo con firmeza de los ritos y los rituales, de los agüeros, las premoniciones y las advertencias de los astros. Opino que el curso de los actos los decidimos cuando decimos sí o no, sencillamente. Pero en ocasiones nuestras negativas son inaudibles, sobre todo cuando el bullicio de la ciudad llega a su extremo delirante en los últimos minutos del año. Y aunque ya no estoy para trotes ni ejercicios peligrosos debo reportar un evento que me ha llevado a rechazar hasta el fin de mis días toda invitación y contacto con la especie humana que impliquen ritos.

Después de ruegos de comadre, nuera, ahijados y una hija putativa que está como le da la gana decidí aceptar una invitación a compartir el fin de año. Y me esperaba una sorpresa, faltando cinco minutos  para las  12 me entregaron una bolsa con 12 uvas del tamaño de un huevo de codorniz pero me parecieron como para ahogar un pelícano, estaban además duras como coco y con piel de pergamino egipcio o mamey imposible de consumir, me dieron la orden cariñosa de que debía comerlas mientras sonaban las 12 campanadas, su ingestión la debía acompañar de un billete relleno de granos de lentejas sostenido con la mano derecha.

Al estar esa noche de invitado en casa ajena cumplí religiosamente el rito y apenas media hora después de que terminé de consumir esas uvas descomunales ya estaban los retos de cambiarme los interiores amarillos y darle la vuelta a la manzana con una maleta a rastras. Por mi lentitud con el rito del filo de la media noche me correspondió arrastrar un baúl enorme que debía tener varios bultos de cemento en su interior a juzgar por su peso. Y como la manzana era en las lomas de El Poblado, clareaba ya la mañana cuando crucé la puerta derrotado.

No valió al comienzo que le dijera a mis anfitriones que no quería aumentar mi fortuna, pues ya me da mucha dificultad administrar mi salario quincenal. Tampoco les conmovió mi temor proverbial a los viajes y mi reiterada negativa a mejorar mi suerte, siempre he creído que vivimos en el mejor de los mundos posibles y la sindicación de tonto la he soportado por décadas al afirmar tal banalidad.

Yo, que hice la primera comunión por los regalos, pues perdí la fe en la preparación, siempre he sido muy crítico con los rituales y los agüeros. Recuerdo muy vivamente cuando arrojé la sal por la espalda y el matón que la recibió en su ojo decidió modificar el mío. Nunca en una simple misa la comunión me exalta más que las caderas y los escotes de las fieles, así que declaro que he perdido el entusiasmo con esto de los ritos pues además llevan a la humanidad a creer que la forma es más importante que el contenido y que repetirla en el vacío nos alivia de enfrentar la realidad cruda de la vida.

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