Por: Tiberio Arroyave

No siempre ha sido así, lo reconozco. Hubo una época dorada en la cual podía soportar 22 horas en un bus destartalado para acercarme a una playa. Durante toda mi infancia soñé con una piscina en casa y en mi primera juventud caminaba cien cuadras para poder zambullirme en una piscina azul, de aguas transparentes. Llegué a pensar que el destino del ser humano era el agua y que en tierra estábamos perdidos. Pero mi fascinación por esas aguas tuvo un principio más sencillo en los arroyos andinos que nos rodean, me tocó bañarme en deliciosos charcos de la quebrada Santa Elena antes del oprobio de volverla una cloaca inmunda y pestilente, también disfruté charcos y remansos de la quebrada La Guaimarala, en Anzá, y deliré de placer en los remansos del Pabón y el Penderisco en Urrao.

Ese pasado acuático y lacustre lo comparto con muchos seres humanos, pero mi situación actual es muy diferente, hace más de 30 años no me baño en una playa o me sumerjo en una piscina; cuando algún amigo o conocido me cuenta que ha comprado casa o finca con piscina no dejo de mirarlo con una seria conmiseración y se la expreso. No se trata de la esclavitud y el alto costo de construirla y mantenerla, ni de la pérdida casi total de privacidad al ver cómo aparecen familiares y amigos casi desconocidos y olvidados, para ello hay un remedio providencial que Don Aníbal hizo en la casa de Boston: cuando vio treinta mocosos que no distinguía sumergidos en la piscina que había construido para su enorme prole,  sencillamente la mandó a llenar de tierra, sembró aguacates y mangos y santo remedio.

Pero debo advertir que no es la promiscuidad lo que me repugna de las piscinas, es el hecho de que allí se acumulen por años los detritus y emanaciones corporales y sean teñidos con los artes de la química y disimulados con el de la cerámica. Bombas y filtros no hacen más que servir de estrategia darwiniana para seleccionar los gérmenes más resistentes, los detritus de más fácil mimetización y mayor resistencia. La saliva, la grasa corporal y los restos de la piel que siempre estamos perdiendo forman un coloide que sería capaz de dar lugar a la vida de nuevo si ésta desapareciera por un derrame de lava universal.

No quiero pues ni poquito las piscinas y estaría más dispuesto a tomar varios vasos de saliva ajena que meter un solo dedo en una de ellas. Lo de la playa o los balnearios de río es otra cosa o la misma pero elevada a la enésima potencia. En las piscina se obliga a la gente a usar duchas, traje adecuado, se evitan los aceites bronceadores y otros cosméticos, un domingo en una bucólica bahía tropical puede haber más desperdicios que en todo el firmamento completo, enumerarlos sería una ofensa para la decencia y éste es un medio limpio, de jóvenes y soñadores, por eso sólo voy a recordarles a los lectores que en una playa lo único limpio y decente son los tiburones y las anémonas ocasionales, lo demás son los excedentes de los paseos de olla, la lejanía de los baños o su inexistencia y su contribución variada, los vómitos de perros y humanos, las costras y los barros que sanan milagrosamente por un saludable baño en el mar. Disfrútenlos.

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