Cuando Abelardo Jiménez giró su cuerpo para continuar caminando, recién cruzada la Avenida Guayabal, se dio cuenta de que Esperanza Acevedo, su esposa, no había pasado con él. Allá estaba ella, en el separador, en toda la mitad de esa avenida de seis carriles. Aquí estaba él, en el costado occidental, resignado a esperar por ella.

“¿Por qué no pasó conmigo?”, la increpó en la distancia. Y Esperanza apenas movía contra su pierna la mano izquierda, se agarraba a la cartera color marrón con la derecha y veía pasar entre ellos a dos, cuatro, ocho, doce autos, buses, busetas, motos y hasta bicicletas.

“¡Espere, no pase todavía!”, seguía Abelardo, jubilado del Municipio de Medellín. “Míreme a mí, yo le digo cuándo pasa… ¿me oye?”. Ella, la mujer con la que lleva cuarenta y seis años de casado, lo miró y le gritó que sí, que sí lo escuchaba. Sin embargo, mantenía la cabeza girada a su derecha como queriendo detener el tráfico con los ojos.

“¡Ahí…! Espe… ¡No, ya no, ya no pase!”, haciéndola dudar, gritó otra vez el hombre. En ese momento, una mujer que pasaba por la acera, le dijo a Abelardo, por la espalda, que para eso estaba el semáforo; y él como si acabara de descubrirlo, después de años de vivir en el sector, se volvió hacia Esperanza, quien se sostenía sobre el montículo de tierra pelada que era el separador vial: “¡Camine mejor hasta el semáforo, yo también voy para allá!”, le dijo. Otra palmada sobre la pierna y un movimiento positivo de la cabeza fueron toda la respuesta de Esperanza.

Unos quince pasos después, cuando llegó al semáforo, Abelardo se detuvo para mirar al otro extremo: allá estaba su esposa, con la que tuvo cuatro hijos, justo debajo de la señal que ahora mostraba un muñequito verde dando un paso adelante. “Venga pues mija, que nos cogió la tarde”, alcanzó a sonreír él, viendo a Esperanza que se acercaba corriendo.

“La próxima vez pasamos agarrados”, dijo el hombre con cariño, antes de que ella con la mano izquierda lo jalara, pues con la derecha ya había hecho parar un bus con dirección a Itagüí. “Natalia nos está esperando”, le recordó Esperanza, y sin más palabras se lo llevó.