Un olor a pantano espeso se desprendía del piso y se mezclaba húmedo con el hedor propio que levantan las cacas caninas. Pocas personas caminaban por la circular primera, en el barrio Laureles de Medellín. La lluvia reciente había decorado las calles con pequeños charcos y a lo lejos se escuchaban los gritos de algunos muchachitos que jugaban fútbol en el colegio de la Universidad Pontificia Bolivariana.

Era un lunes frío, lluvioso, solitario. Hasta los vehículos escaseaban por una vía que siempre está siendo devorada por carros que aterrizan en el semáforo de La 70. Quinientos metros antes de ese punto, a la altura de la carrera 66, se escuchó un motor leve. Quizás una pequeña motosierra, un cortacésped. Con los pasos, el ruido se fue haciendo cada vez más potente, constante, no, con pequeños altibajos, más fuerte, como tosiendo, y así como un artista aparece en medio del humo… ahí estaba ella: una Kawasaki gris como el cielo, estacionada, prendida y abandonada.

Su dueño no aparecía por ningún lado y alrededor no había nadie. Sólo hablaba la gasolina de la motoneta a través del mofle y su aliento era el humo. Al lado, un restaurante casero parecía ser una buena explicación, quizás el de los domicilios estaba esperando a que le empacaran el menú del día en ese lugar sin nombre y cuatro mesas: sopa de papa, arroz con verdura, carne en salsa negra… pero en esas se acerca alguien caminando… ignora el ruido, la moto, y con sus pasos largos destruye las siluetas que había dibujado el humo. “La idea es instalar unas cámaras de seguridad en los estaderos”, fue lo único que dijo el tipo que hablaba con el teléfono celular muy pegado a la oreja.

El menú del día en el restaurantillo lo complementaba un puré de papa, ensalada hawaiana y jugo, todo por seis mil, anotado en un tablerito de marcador borrable. La soledad continuaba, ni en el restaurante se veía gente hasta que muy en el fondo apareció una cabecita negra, la cocinera, de delantal blanco, quien desconocía, pero oía, el ruido de la moto encendida, estacionada al lado de una casa edificio que arrienda habitaciones para estudiantes. De esas escaleras exteriores fue bajando de dos en dos y con el casco puesto, Alex Ramírez, estudiante de ingeniería y mensajero a la vez. El dueño. El protagonista.

“Si la apago de pronto no me vuelve a prender”, dijo el pelao’, de chaqueta naranjada y pantalón camuflado. “Cuando llueve toca así, se enfría mucho”. Y ahí mismo se montó en la moto y le dio una patadita al gato. “Hago unas vueltas y pa’ clase”, contó el hombre cuando ya se ponía en marcha, pasando la llanta trasera por encima de un sobre plástico de cidí, mojado, roto y azul. “No me demoré nada, unos segunditos mientras subía y bajaba”, fue lo último que dijo Alex. Él prefiere los días de sol.