Por: Rasputín Castañeda G.

Las empleadas domésticas son mis ídolas. Y no voy a hablar de amoríos. Me es suficiente verlas paradas frente a la mesa de aplanchar con una canastada de ropa arrugada a sus pies, y ellas ahí, imperturbables, ensimismadas, concentradas, dispuestas, lo que sea, están ahí, decididas a afrontar una de las tareas más engorrosas y fatigantes de un hogar: el planchado.

Con los mismos movimientos con los que tiende una cama, pero en una escala menor, la muchacha del servicio prepara el terreno de trabajo y, con paciencia y perfección, forra la mesa con telas o sábanas. Luego, con las palmas de sus manos alisa la superficie acolchada mientras que un tarrito, dotado con una sencilla técnica de aspersión, ya reposa con un agua inmóvil y al clima que luego rociará en las partes más arrugadas de la ropa para facilitar el alisado mediante el calor del aparato eléctrico.

La plancha ya está con la punta hacia arriba y su cable forrado en un cordón a rayas recién fue conectado. La empleada echa un vistazo al cúmulo de ropa y ve bluyines en forma de estropajo y camisas con arrugas lineales, confeccionadas por las cuerdas del tendedero. De repente llega el momento de detectar la temperatura de la plancha. Y así no más, en un acto decidido y sin preámbulos, y quizás pensando en la salida del domingo, en el nuevo novio o en nada, la mujer se lleva el dedo a la lengua y de inmediato, a renglón seguido, sin pensarlo y sin temor alguno, lo posa en la lámina caliente de la plancha. Chhsssss es el sonido que produce tal acto, heroico no sólo por enfrentar un dedo propio al ardor agudo de un quemón, sino por lo que esto significa: ¡A planchar!

Siempre me impresionó este evento de tocarse la lengua con el dedo para luego detectar si la temperatura de la plancha era la correcta. Es un acto suicida, sólo para expertas y conocedoras. Cuando tenía ocho o nueve años le pedía el favor a Nancy, la empleada que me crió, que me dejara efectuar tal acto, y aunque ella lo permitía, mi mano empezaba a temblar, ni siquiera cuando iba a llevar el dedo a la plancha, sino desde que me lo acercaba a la lengua. Y alguna vez lo hice pero cuando el aparato, de carcasa negra y perilla azul, estaba recién conectado, cobarde.

Supe después que el secreto de esta acción es mojar con bastante saliva el dedo. Así, sin importar lo caliente que esté la plancha, no habrá quemón, ni ardor, sólo un sonido… Chssssss… que es el verdadero indicador de la temperatura de la plancha. No el quemón. Con este método, la empleada se asegura de dos cosas: 1) La plancha está buena y calienta normal o 2) está mala, y así como puede quedarse helada, puede sobre recalentarse, quemando luego la ropa. Por eso, este acto que acompaña cada sesión de planchado es una decisión valiente y llena de incertidumbre que sólo pasa a un segundo plano cuando empieza la batalla, el planchado, que deja a mis heroínas acaloradas, sin poderse mojar las manos ni abrir la nevera por un buen rato.