Henry Porras era un joven estudiante que vivía en el barrio El Poblado, al sur de Medellín. Era un muchacho elocuente y conversador, y disfrutaba departiendo largamente con sus amigos. Un día, en una de sus tertulias, se les fue el tiempo entre una historia y otra y los cogió la aurora sin haber dormido nada. Cansados, pero contentos, cada uno regresó a su hogar. Y alrededor de las once de la mañana Henry pudo al fin dormir.

Fueron doce horas de merecido descanso, de tal suerte que a las once de la noche, cuando ya todos en su casa estaban recogiéndose en sus dormitorios y apagando luces, el estudiante se encontraba totalmente alerta, con los ojos cual búho y sin una pizca de sueño. Henry decidió entonces aprovechar el silencio de su casa y la agradable paz de la madrugada para continuar con la lectura de la última novela de Harry Potter que lo tenía cautivado.

A las cuatro de la mañana, justo en el momento que Henry se acercaba al final de la historia, sus oídos fueron testigos de la llegada del camión de la leche. Aguzando un poco más este sentido, el muchacho pudo escuchar el alegre saludo de Jaime Gómez, el portero, a los repartidores de tan nutritivo líquido y otros productos lácteos.

“¿Qué más?” “¿Bien o qué?” fue la bienvenida, seguida de la retahíla de productos, ya consolidados, encargados por los vecinos de la edificación. Veinte rojas de leche entera, quince azules de semidescremada y dos quesitos fueron despachados con rapidez y depositados en la canasta azul dispuesta para tal fin. Por tratarse de un intercambio comercial, don Jaime entregó el dinero correspondiente*, recibiendo a su vez los vueltos*.

Así, a las cuatro y quince de aquella mañana y mientras Henry Porras avanzaba presuroso y expectante al final del libro, don Jaime, basado en su cuaderno de anotaciones, empezó a repartir bolsas de leche y quesitos en cada una de las viviendas, depositándolos en un recipiente plástico dejado en cada puerta. Fue a las cinco y cuarenta minutos de la mañana que Henry terminó por fin la novela y se dirigió alegre a la puerta de su casa para recoger las dos bolsas de leche allí dejadas, una roja y una azul.

*Dichos recursos provenían de cada apartamento y habían sido recaudados con diligencia por el portero, mediante el siguiente mecanismo, que repetía día tras día: a las ocho de la noche el encargado de asuntos domésticos y gastronómicos de cada apartamento hacía un sondeo en la nevera, determinaba las necesidades lácteas de su familia para el día siguiente y procedía a llamar al portero a través del citófono para hacerle el pedido. Hecho esto, le enviaba el dinero en el ascensor, confiando en la buena fe de los vecinos, pues alguno de ellos podría ingresar al elevador y toparse con el billete o la menuda. El conserje anotaba entonces el pedido y recogía la plata una vez llegaba al primer piso.

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Para A-Pin, informó Águila.