Por Tiberio Arroyave.

Los títulos no son las personas, sin embargo, a los seres humanos les gustan los títulos, los de nobleza, los de propiedad y los académicos, entre otros. Estas distinciones se dan en papel, sobre pergaminos, en papiros, no sé cuándo se dieron los primeros en la historia de la especie. Creo que son un fetiche como los colmillos del tigre o los bigotes del oso, las plumas de un pájaro o los pétalos de flores secas en los bolsillos. Hay algo pinochesco en estos adminículos y me conmueve saber que los generales romanos del Imperio recibían coronas de laurel después de sus extensas carnicerías humanas cuando recorrían Europa buscando la riqueza y el honor. A los buenos poetas todavía los coronan y me gusta la costumbre de mi pueblo de hacerles la corona de batatilla a los peores del año. Ya me he ganado tres y no me ofendo, aprecio el humor negro de  mis coterráneos, coincide con mi autovaloración y los defiendo.

Conozco seres que en la actualidad persiguen esos cartones toda una vida. Se pueden encontrar en el mismo edificio o en la familia personas con tres pregrados, una especialización, dos maestrías, dos doctorados y es casi seguro que aún conservan los diplomas de la primaria, los títulos de campeón en ortografía o las distinciones por asistencia. Les faltan paredes para sus  honores.

En los consultorios médicos esos cartones son definitivos y muchos pacientes están dispuestos a dejarse desordenar las entrañas ilimitadamente si en el consultorio encuentran cartones exóticos y hasta en lenguas incomprensibles. Supe de un octogenario español de apellido Iborte que acumula ya 13 títulos académicos; y no sobra recordar que en Medellín se obtienen baratos plasmando, por ejemplo, su record en flatulencias o canas al aire. Caso aparte es Cayetana, la Duquesa de Alba. Tiene 19 títulos de Duquesa, 17 de Marquesa, 12 de Condesa y creo que no le alcanzan para tapar su rostro deforme que sin embargo persiguen apuestos jóvenes que se disputan la compañía de la abuelita rica y fea que es. No creo que quieran su naricita porcina, ni sus oropeles.

Títulos y cartones son cosa vana pero resumen historias de vida; yo no les creo, el primero que me dieron en kínder los desacreditó ante mí para siempre: Me dieron la Copa del Bello Carácter y yo le pegaba a casi todos mis compañeritos, especialmente al de pantaloncitos bombachos que se orinaba cuando con crueldad lo hacía llorar en el recreo, en todo el medio del patio.