Don Alberto se despertó el domingo pensando en su sobrino pero lo primero que hizo fue lavar su taxi Renault 18. Diecinueve años atrás había nacido Cristian, el primer hijo de una hermana suya que decidió que él, “el tío Alberto”, fuera también su padrino.
Llegó el mediodía y el taxista aún estaba hundido en un sillón viendo televisión. De repente venció la modorra y se preparó para salir a almorzar en la casa de su hermana, donde además se iba a celebrar el cumpleaños de su ahijado. Recién bañado, y a punto de salir, el hombre escuchó el teléfono y se devolvió.
“Traiga la torta y Coca Cola”, le dijo la madre de Cristian.
“Ah listo, y también le voy a llevar una porción de pizza”, respondió Alberto, con su peinado esponjoso, agarrando el auricular con su mano velluda.
Una de las cosas que más le gusta a Cristian es la pizza con piña y por eso su padrino compró una porción de hawaiana. El trozo, empacado en una caja triangular, fue descargado en el asiento trasero del taxi.
“Señorita, ¿esa refrigerada de melocotón para cuántas personas es?”, preguntó el taxista en una repostería.
“Para dieciséis”, le dijo la vendedora, que de inmediato recibió la orden de empacarla.
“Ah, déme también una Coca Cola de las grandes”.
Alberto se montó al taxi y entre música romántica y las diferentes voces que salían del radioteléfono se dirigió al occidente de Medellín. Subió por la calle Colombia y tomó rumbo hacia Brisas de Robledo en la glorieta de la carrera ochenta. La torta, rodeada de lonjitas de melocotón, apenas se movía mientras que atrás el vaivén de la inmensa Coca Cola amenazaba con aplastar el pedazo de pizza.
Trece personas estaban en la casa del cumpleañero. Alberto lo felicitó y le entregó la pizza aún caliente que el muchacho guardó en el horno para merendarla más tarde. La torta y la Coca Cola, recibidas con celo por la anfitriona, aterrizaron de inmediato en la nevera. Era la hora de almorzar.
Luego de que sudaron un sancocho de gallina, los asistentes entonaron de manera desordenada el “japi berdi” hasta que lograron caer en la nota y contar hasta diecinueve. Don Alberto aplaudió, salió en las fotos y ayudó a recoger los platos, esperando el postre, aguardando sigiloso que su regalo saliera de la nevera, pero pasaron los minutos, una hora, y no la volvió a ver.
A las cuatro de la tarde el taxista perdió las esperanzas y salió de Robledo contrariado, añorando un sabor dulce en su boca y la primera carrera del día.
eh ave maría, qué amarrados con el padrino.