Por Teresita Abril

No más humo. Así debería decir en todas partes, hasta en la cima del Himalaya. Una es tolerante pero vemos que ellos no. Por ejemplo, se quejan de que nos vemos mal caminando y fumando al mismo tiempo y en la calle, pero a ellos no se les da nada ese aliento a chimenea que mantienen algunos, peor aún si es un hombre al que se le han subido los humos a la cabeza.

Pienso en los pobres fumadores de tabaco y siento que están muy excluidos; hasta pesar me da, pero yo opino que es mejor sin humo, así que ni después de un buen encuentro amoroso tolero el humo.

Estoy por pensar que el humo que nos asfixia es en gran medida masculino. ¿Los automóviles y los trenes no son juguetes de hombres? El único humo femenino es santo y es el del fogón que se mezcla con el olor de los alimentos en cocción y sin él no hay poblado humano que así pueda llamarse. Las cosas de los hombres con su afán incendiario se vuelven humo, miren no más Roma que la quemó Nerón, un chiste malo.

Las mujeres sí somos buenas para guardar la casa y lo que nos den, y no dejamos que el dinero se vuelva humo. Tenemos además un detector de palabras que se puedan volver humo. Como dice mi tía Esneda que lleva tres matrimonios y es viuda feliz tres veces también: “A mí que me la den en lotes o apartamentos que las palabras y  las promesas de los  hombres son como el humo y se las lleva el viento”. Y con más de cincuenta años ya espera el cuarto que tiene en remojo.

Mi lema es: nada de humo, pues contamina el planeta, la amistad y el amor. En lo único que a veces ayuda es en ocultar la luz del sol para que lo veamos rojo.

A mí como mujer lo único que me gusta de vez en cuando son las cortinas de humo y eso para aparecer después como  Eva, salvadora de cualquier Moisés que se caiga al agua. Y sin humo protestamos, por eso considero un buen escándalo, una deliciosa protesta, cuando nos quitamos la blusa para reclamar los derechos de nosotras.