Por: Tiberio Arroyave.

Empecemos por anotar que no lo elegimos, nos lo ponen, y tampoco nuestros padres pueden llevar cualquiera como propuesta para sus hijos a la pila de bautismo. Un buen cura vela porque la designación de la criatura sea, por lo menos, sacada del santoral católico y está más dispuesto, si es fanático, a que su hija, no la de él, la suya señor lector, se llame Eufrasia, como la santa, y no Lorena o Tatiana. En los nombres de actualidad hay mucho de moda, así como los perros de hace 60 años se llamaban Troski en honor al revolucionario ruso, las perras nacidas después del viaje espacial de Laika le hacen honor a su nombre.

Y está el calvario de los que se llaman no sólo como sus padres quieren sino que sus nombres tienen una carga histórica que puede llegar a aplastar parte de su libertad, o ¿qué me dice usted de llamarse Lenin Marx Restrepo? Pero no es ese el asunto de esta columna pues nombres raros llenan los libros y los directorios, y podemos sorprendernos de que alguien se llame Hinodoro: sus padres querían celebrar el que no tuviera olores muy fuertes al nacer y para su desgracia lo pueden vincular por el resto de su vida a esa pieza sanitaria donde corren los peores olores de la especie humana.

Los nombres aluden a donde se nace, de quien se desciende, y algunos tienen su espacio extraño en el cosmos y hay quienes se llaman como fenómenos naturales: Cielo, Sol, Luna, Estrella. Debo decir que prefiero por sobre todos los nombres los inventados en ese bello afán de novedad que tenemos los seres humanos. Un hombre de la Atenas de Pericles podría llamarse de cuna Tírtamo, luego su maestro podría denominarlo Eufrasio por un tiempo y luego para resaltar que hablaba bien y bello, nombrarlo Teofrasto, alguien que habla como los dioses. Aquí hay que mencionar la creativa tradición caribeña de poner nombres que mezclan sílabas de los nombres de padres, abuelos o tíos: Zumeltaco se llamaba mi amigo, nieto de Zulma y Melitón e hijo de Tarsicio y Corina.

Capítulo aparte merecen los apelativos, aquellos que se ponen sobre el nombre y nacen de la picardía popular y de la forma refinada o brusca como el amado pueblo lo percibe a uno: Tiromalo se quedo así por sus chistes flojos, Enredario nunca daba una razón bien y Pollo, Tomate, Flaco, Gordo resumen lugares comunes. Los nombres son comunes, nos hacen humanos y uno de mis favoritos es Pinocho, el hijo del pino, y el que más me molesta, Pablo Diego José Santiago Francisco de Paula Juan Nepomuceno Crispín Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz y Picasso, firma con el primero y el último, ese pintor sí me gusta.