Por Josefa Garra

Uno de los tantos dolores que un padre de familia debe soportar con estoicismo es el de tener que pagar precios desproporcionados por la ropa de sus hijos cuando éstos tienen entre cero y cinco años. El valor que se cobra en el mercado por esos zapaticos, esos pantaloncitos, esas camiseticas y esos buzos no se corresponde con la cantidad de tela, hilos, cueros y demás materiales invertidos en las prendas.

He visto calzado para niñas que cuesta más que unas sandalias de mujer, camisetas para niños que valen lo mismo que una para adulto. Me pregunto cuál será la razón para que siendo que representan menor cantidad de insumos primarios salgan costando lo mismo, o más, que la indumentaria para gente grande.

Yo, por fortuna, ya no tuve hijos. Pero sí muchos sobrinos, y primos que se reprodujeron dándome primitos nuevos. Y a esos padres y madres los he visto dejar de comprar ropa para ellos mismos con tal de invertir la platica en vestir a sus pequeños vástagos. Niños que crecerán rápidamente y dejarán la costosa ropa casi nueva.

¿Pero para qué los visten? Pregunté una vez, sin darme cuenta, en voz alta y sin sopesar lo que se me vendría encima: familiares indignados. Sin embargo, sigo sin obtener respuesta.

Debería existir una ley que prohíba que los niños tengan más de dos o tres mudas de ropa, incluida una piyama. Es decir, dos pantalones y dos camisetas, y un conjuntico para dormir con el que bien podrían pasar buena parte del día en casa. A esa edad no hay que andarse mucho en la calle, expuestos a la contaminación y a los criminales de cada día.

Que se dediquen a crecer, en casita y jugando. Al menos hasta que el sentido práctico y la industria de la moda se conduelan de los sufridos padres que invierten a pérdida su dinero en una ropa diminuta, de uso breve y cara.