Por: Teresita Abril.

Como yo soy medio mística para ver el trabajo de los artistas, toda mi vida me he extrañado con lo que pasa con el arte en público y especial con el cine. El arte humano está generalmente mal situado en los museos y en los parques, nada es más lejano de la necesaria contemplación que requiere la obra de arte que las hordas de turistas que ingresan como hormigas desorientadas a mirar, o los transeúntes que giran sin dar muestras de comprender nada. Muy gratas me parecen en ciertos museos las sillas situadas frente a obras que requieren tiempo para ser degustadas. La suerte de las esculturas en la calle es cosa de un tratado: las pintan los vándalos, las brillan uniformados sin ilustración, posan frente a ellas turistas extraviados.

Absurdas y pérdida segura de tiempo me han parecido las presentaciones de cine a la intemperie, desenfocados los autocines, desesperantes las proyecciones en medio de estadios o coliseos. Debo aclarar que el cine me parece un arte mayor. Requiere concentración y cero elementos distractores, como ruidos ambientales ajenos, vendedores de alimentos, parejas de visita secreta, personas que se cruzan o se aman desaforadamente alrededor.

Lo que sí me parece absurdo total y delirante es el uso actual de la sala de cine como restaurante de comidas rápidas: me dan ganas de huir cuando los espectadores llegan cargados de descomunales bolsas con alimentos de todo tipo, bandejas con hamburguesas enormes y gigantescos recipientes, del tamaño de un balde para lavar escobas, llenos de refrescos. Si estás de mala suerte te tocará un vecino de esos y, como si fuera un roedor, lo escucharás durante toda la función masticar, tragar, beber, engullir y regar la mitad de sus viandas por el suelo.

La crueldad mayor podría ser el ver cine en televisión donde la continuidad de un arte sublime es atacado con comerciales que pueden durar más que la misma película. Pero lo que sí supera toda previsión, “pues en más de una ocasión sale lo que no se espera”, es un vecino parlanchín que piensa que eso que proyectan sobre el telón es real, modificable y debe ser objeto de insultos o gritos destemplados. Ahí sí digo: zafa jirafa… y me marcho presurosa.