El hombre, delgado y con bluyines desteñidos, brincó la máquina registradora con una bolsa en la mano. El bus estaba casi vacío. Se acomodó la cachucha y empezó a hablarle a los pasajeros, situación difícil, no hay empleo, vendo confites.

Había sido drogadicto y lo repetía cada dos frases; avanzó por el corredor del vehículo repartiendo barritas de mentas, sin compromiso, recíbamela aunque sea, naranja, fresa y limón, tres por quinientos para su mayor economía.

Una mujer iba mirando por la ventanilla, absorta. El vendedor se dirigió a ella y fue ignorado, pero insistió y le salió de la boca un Niña por favor y la señora, de unos cuarenta y cinco años, giró la cabeza, estiró su mano y recibió dos barritas de mentas.

El pasajero del lado esbozó una sonrisa, al igual que una joven que iba detrás, cuando la palabra Niña flotó en el aire; el vendedor siguió repartiendo los confites mientras la mujer, que ya lucía algunas canas, volvió a mirar la ciudad con un gesto plácido y las golosinas en su regazo.

Al cabo de un par de minutos, el tipo, que decía preferir vender chucherías en los buses que atracar, empezó a deshacer su ronda y cuando quiso recibir las barritas de la Niña, ésta le entregó una moneda de quinientos; mudo él, muda ella, pero rejuvenecida, guardó sus dulces en el bolso y volvió la mirada afuera.

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