Por: Nicolás Otero Santos.

Los últimos tiempos han engendrado en sus fauces una especie de individuo que se caracteriza por su afán de independencia y capacidad de disfrutar “el simple y solitario hecho de sentirse solo”, como dice mi sobrino Santiago que, cuando era muchacho, inventaba deberes escolares para quedarse solo el fin de semana en casa, tranquilo, en paz, mientras el resto de la familia salía de paseo.

Este tipo de personaje que busca o se adapta fácil al hábitat solitario ha crecido tanto en nuestra sociedad, que de los grandes caserones con patio interior y diecisiete piezas sin incluir la del servicio, algunas viviendas pasaron a tener lo mínimo. Así, palabras como “Apartaestudio” o “Monoambiente” fueron apareciendo cada vez más en los avisos clasificados.

Y es que sin ninguna duda, vivir solo tiene sus ventajas. ¿Quién no disfruta el poder absoluto de poner música al volumen deseado en cualquier momento? ¿Quién no quiere tener esa deliciosa posibilidad de andar en pelota por toda la casa, a cualquier hora del día o de la noche? Sentir la independencia cuando una rafaguita de viento acaricia la entrepierna mientras nos desplazamos, digamos… por la sala, es la real bendición de esta especie.

Tener el baño siempre a disposición y hacer lo que queramos allí con la puerta abierta son otras comodidades que goza el que vive solo. Y ni hablar de la ducha, momento sagrado e ininterrumpible, donde nunca encontraremos una maraña de cabello ajeno taponando el desagüe.

El espacio del que vive solo tiende a convertirse los fines de semana en rematadero de fiestas, si la persona es rumbera. Y si el apartamento es de soltero, se puede usar perfectamente como una herramienta de seducción. “Vivo solo” es una frase que al ser pronunciada genera una imagen licenciosa en el receptor. Si la persona es casera, su casa se convierte los fines de semana en un templo de ocio, donde leer o ver una película sin ser interrumpido suele ser lo más cercano al paraíso.

Pero no todo es color de rosa. También padece un infiernito el que vive solo. Y ese Hades está precisamente en la mesa: todo lo que cocina el individuo, alcanzaría siempre para dos. Sin embargo, y para mayor desgracia, los platos sucios se reproducen de manera misteriosa como si hubieran comido seis. Aparecen para lavar vasos, platos hondos y pandos, cubiertos, ollas y cucharitas de palo que uno no recuerda haber utilizado.

Otra maldición es que algunas comidas tienden a repetirse, y así como un perro siempre come el mismo cuido, la persona que vive sola repite los mismos menús: espaguetis con atún o arepa con jamón, por ejemplo. El enlatado como fiel desembalador y los frescos en polvo terminan de adornar la situación alimenticia del que vive solo, potenciada por comida rápida pedida a domicilio.

Otras pequeñas maldiciones sufre este personaje: no tiene a quién preguntarle dónde está el control remoto o cualquier objeto que se le pierda, y en cuanto a la limpieza, es indispensable contratar una muchacha un día a la semana para que la casa no se caiga de mugre y la ropa sucia no se acumule. Así, si sale un viaje de última hora, no tiene que empacar los calzoncillos sucios o mojados, y si una visita llega sin avisar no pasa vergüenza alguna.

Para erradicar las dificultades malditas que enfrenta el que vive solo, sin perder las bendiciones que lo acompañan, lo más adecuado es: irse a vivir cerquita de la mamá. Allí podrá ir a comer cuando quiera y si no tiene lavadora, puede incluso llegar con un bultico de ropa sucia. Puede dejar escondida una copia de las llaves por si algún día se queda afuera y además tiene la seguridad de que si se enferma, el Hotel Mami siempre tendrá las puertas abiertas. Porque vivir solo es una maravilla, “pero otra cosa es la soledad”, como también sentenciaba Santiaguito.